El bullicio de la gran ciudad me resultaba cada vez más molesto. Ya me había acostumbrado a los silencios prolongados de mi ciudad, a los silencios absolutos de la Torre y a los silencios sesgados de los pasillos de palacio cuando no hay convocado ningún evento multitudinario. Por esta razón, la actividad incesante del centro de la ciudad de Ereaten se me antojaba extraña y agobiante, y también vulgar, como vulgares eran los gritos de los comerciantes y los olores de sus mercaderías.

A lomos de mi caballo blanco y enfundada en un vestido color crema, pasé por las calles de la capital. No tenía obligaciones con las que cumplir aquella tarde y había pensado dedicarme a practicar, en la clandestinidad, los hechizos del Libro del Agua. Mi objetivo era, por tanto, retirarme a un lugar apartado al caer la tarde y teletransportarme a algún sitio seguro donde poder practicar con la magia, pero aún faltaban varias horas para que atardeciera y tenía, entre tanto, un tiempo muerto que podía emplear en lo que quisiera.

Desmonté en una avenida que parecía más calmada. Pertenecía a un barrio de burguesía acomodada y de clase alta, por lo que no encontraría allí desagradables mercaderes. El único ruido provenía del murmullo de un grupo de curiosos que comentaban la actuación de un bufón y, de vez en cuando, circulaba por allí algún carruaje.

Tomé las riendas del caballo y lo conduje hasta la entrada de una posada. Allí tenían varios postes pensados para dejar a las monturas a buen recaudo y, a cambio de unas monedas, el posadero no tuvo inconveniente en cuidar a mi caballo. Una vez hecho esto, me decidí a avanzar por la avenida. Vivía por allí el barón de Sheinurg y, quizás, podría hacerle una visita para matar el tiempo y tratar ciertos asuntos...

Respiré hondo y avancé, sola, por la calle. Mis ojos se detuvieron para observar a la gente que pasaba: damas con vestidos caros, caballeros con cinturones dorados... Y después, en contraste con aquel ambiente acomodado, descubrí, en la entrada de un callejón sombrío, a un joven extraño, vestido completamente de negro, y con el cabello plateado pese a su edad.

Su presencia me inquietó, y no supe determinar por qué.

El extraño no dijo nada, no hizo ningún movimiento, pero sus ojos viajaron al encuentro de los míos. A causa de la densidad de las sombras, no podía concretar el color exacto de sus ojos. Solo podía percibir su esencia, y eso bastaba para sentirme intimidada por aquellas dos pupilas que parecían querer desnudarme el alma con una sola mirada.

Tardé un buen rato en percatarme de la espada que llevaba a la espalda. Instintivamente, retrocedí un paso. En otras condiciones, no me habría asustado enfrentarme a él, si tenía que enfrentarme, pero estábamos en Ereaten y no podía hacer uso de mi magia. Ni tampoco tenía una lanza a mano. «Igual es solo un ladrón, y nada más. En este barrio hay buena vigilancia. No pasará nada», me dije. Pero yo sabía que estaba ante algo más que un simple ladrón, porque, de lo contrario, jamás habría llamado mi atención de esa manera.

El viento me revolvió la cabellera y agitó la falda de mi vestido. No fui consciente de mi contribución a que este soplara con mayor fuerza: lo di por un fenómeno natural. Mis pensamientos se centraban en otros asuntos. Podría haber continuado por la avenida, sin más, y haberme dirigido a la casa del barón de Sheinurg. «¡Demonios, Caroline! ¿Qué puedes temer? Ya has estado ante nigromantes y archimagos... ¿Acaso será un nigromante y no lo sé? Si Riak supo esconder su condición en su momento... ¿Si es alguien del Concilio que viene a buscarme...? ¿Y por qué me mira? ¿Por qué me mira de esa forma?».

La curiosidad fue más fuerte que la prudencia:

—¿Qué miras? —dije, con rudeza. Luego guardé silencio y, reparando en la sequedad de mis palabras, añadí—: Disculpad, pero... ¿nos hemos visto alguna vez?

Conocía la respuesta a la pregunta, pero fue lo más cordial que se me ocurrió decir en aquel instante.

Entonces, el joven se movió hasta quedar a una distancia de cinco pasos, y, en esta ocasión, fui yo la que no hizo ningún movimiento. Pude ver el color de sus ojos, que era un color peculiar, como solo había visto pocos ojos anteriormente, quizás solo unos y mucho tiempo atrás. Violeta, como un cielo al filo de la noche o como el tono de algunas flores que crecían de forma excepcional en los campos de Garnalia.

No se rompió el contacto visual en ningún momento, y, cuantas más palabras decía el extraño, más aumentaba mi curiosidad, una curiosidad que iba más allá de encontrar una forma de gastar el tiempo. Habló de mis ojos como si estuviera leyendo mi historia en ellos y yo no aparté la mirada. Indagué yo también en sus ojos y estuve tentada de intentar algún conjuro que me permitiera colarme entre sus pensamientos, pero ni yo tenía demasiado control sobre los mismos ni era lo adecuado.

—Y tú no eres un ladrón —señalé—. De lo contrario, hace tiempo que me habrías arrastrado a ese callejón oscuro y me habrías arrancado este collar de oro.

Tanteé la joya que pendía de mi cuello con los dedos. Al tiempo que iban desapareciendo mi miedo y mi nerviosismo, el viento se callaba. No, no era un ladrón, y, tanto si se trataba de algún enviado del Concilio como si era algún nigromante, podía recurrir a ciertos argumentos para defenderme si pretendía atacarme. «Igualmente, no se atrevería a hacerlo aquí, a plena luz del día. Más sencillo habría sido capturarme en el Valle de los Lobos...».

Decidí, por tanto, seguirle el juego:

—¿Y qué es lo que mis ojos dicen de mí? —pregunté, mientras mis labios se curvaban en una sonrisa comedida, casi sarcástica—. No pareces ser de Ereaten, pero quizás sepas quién soy, porque me conocen en muchos lugares.

Observé con atención su pelo, su ropa, su peculiar aspecto, y luego regresé a sus ojos, de nuevo.

—Es cierto que no nos hemos visto nunca. —Hice una pausa—. Porque, entonces, te recordaría.

Magia. Hechicera. Aquellas palabras podían suponer la diferencia entre la vida y la muerte si eran pronunciadas en la ciudad de Ereaten. Fruncí el ceño, miré a ambos lados, nerviosa. «No hay nadie lo suficientemente cerca como para habernos escuchado... ¿No?». Aún así, no pude evitar que me invadiera el temor. Sí, aquel joven era un mago, tenía que ser un mago, y un mago que había pasado tanto tiempo aislado que no conocía las reglas de Garnalia Centro. «Debe de ser del norte, eso explica su piel pálida».

Antes de que continuara hablando, me aseguré de que nadie nos prestara atención y le cubrí la boca con la mano derecha, empujándolo con la otra hasta el callejón oscuro, mucho más seguro que la avenida burguesa.

—Calla —repuse, mientras avanzaba hasta que su espalda chocó con la pared. Y añadí, en un susurro—: No se habla de brujería en Garnalia Centro. Aquí el único poder que verás en mí es el que le corresponde a una condesa.

Lo solté y bajé ambas manos. Exhalé un suspiro, respiré hondo, y le di gracias a los dioses por que nadie hubiera reparado en nuestras palabras, o por que aquella conversación no se hubiera producido en alguna de las zonas más transitadas de la ciudad.

—No sé qué intenciones tienes ni cómo te presentas en Ereaten sin conocer las reglas de esta ciudad. Debes de haber pasado tu vida en el interior de una caverna para no saber por qué debo esconderme.

No podía explicarle en voz alta lo que sucedía, pero tampoco me atrevía a utilizar la magia, porque era consciente de que los inquisidores tenían mecanismos para descubrir a un mago desde el momento en que pusiera en marcha un conjuro. Por esta razón, me acerqué a él hasta que mis labios quedaron muy cerca de su oído, y le dije en un susurro apenas audible:

—Garnalia Centro está controlada por la Santa Inquisición, una institución religiosa que persigue a los herejes y a todo sospechoso de practicar brujería. Si eres mago, por tu bien, ni se te ocurra practicar un conjuro en público. Y, también por tu bien, espero que sepas guardar silencio acerca de lo que has visto en mis ojos.

«Porque no quiero tener que tomar medidas radicales», me dije, en silencio.

Yandrack se dio cuenta de debia de haber dicho algo fuera de lugar en el momento en que la extraña se acerco en demasía y le empujo contra una de las paredes interiores del callejon, sintio entonces una mezcla de sentimientos y emociones, primero sintio repulsion, no hacia la mujer si no hacia el hecho de no tener espacio o lo que era lo mismo, estar tan cerca de alguien desconocido,sintio tambien un atisbo de  miedo, desde lo profundo de su alma su esencia de dragon se rebelaba a aquella situacion, a su mente volvieron los recuerdos de su ultimo dia como dragon, aquel dia en que un mago le habia atacado, ¡UN MAGO! y no era nada menos que una maga la que ahora rozaba su piel, su boca, no, aquello no esta bien, la ira comenzo a abrirse paso en el como un rio que rompe la presa, el dique  que lo habia retenido


dejalo salir¿que eres? un dragon, un humano, un espadachin, un mago¿un mago-? NO,quiero... quiero... quiero volar,volar pero no puedo hacerlo esto es... ahh, este momento de confusion mental reflejaba lo que sentia en su corazon, la mujer habia terminado de hablar y parecia mas calmada, Yandrack por el contrario estaba visiblemente tenso, sus ojos forazos a mas no poder parecian querer destrozar la propia piedra


respiraba con dificultad, pero no debido a que estuviera debil o cansado, al contrario estaba luchando por mantener el fuego de su ser a buen recaudo, luchaba contra esa furia, contra ese impulso de destruccion, la mujer habia terminado de hablar y siendo sinceros, el joven tuvo que hacer un gran esfuerzo por entender que habia dicho, no obstante, escuchar las palabras fue suficiente para perder parte de la concentracion, ello hizo que los colmillos,crecieran en su boca hasta alcanzar un tamaño anormal, ademas podia notar como su cuerpo habia empezado a calentarse por momentos

Humanos..... que se persiguen los unos a los otros... por la magia...- necesitaba enfriarse, tenia que descargar la temperatura en algo, un objeto, un trozo de hielo, penso en echar mano de su espada pero recordo que en su estado actual la acabria haciendo inservible, en un intentento desesperado se alejo de la mujer pegandose mas contra la pared, podia notarlo, la fria piedra, que placer sentir ese frio, que le inspiraba tambien incomodidad, tosio entonces sin poderse contener y en vez de saliva o esputos pequeñas chispas salieron en su lugar, tania que calmarse

¿con que Condesa? pues perdonad por la indiscrecion pero si pretendeis seguir con la conversacion me temo que tendremos que irnos a algun otro lugar mas privado, en caso de no querer acceder sin duda podeis seguir vuestro camino..- se interrumpio para aguantarse lo que parecia ser una arcada y volvio a mirarla, hablando esta vez con una voz mucho mas grave y pesada, casi gutural-¿y bien mi lady?¿cual es vuestra decision?

En absoluto me esperaba aquella reacción por su parte. Aquel hombre era, sin duda, el más extraño que había visto nunca. Fue como si al tocarlo, desequilibrara todos sus sentidos y desbaratara todas sus emociones. Abrió los ojos, se tensó como la cuerda de un arco a punto de ser disparado. Era una imagen curiosa. «¿Me teme?». Contuve una sonrisa ante tal pensamiento.

No obstante, cuando terminé de hablar pareció descontrolarse aún más y retrocedí, impresionada. Mi rostro convergió en un semblante serio. Volví a mirar a ambos lados, no había nadie. Quizás la suerte estuviera de nuestra parte.

Por un momento, creí que estaba a punto de presenciar la transformación de un licántropo. Generalmente sucedía así: la bestia luchaba por salir, crecían los colmillos, se aceleraba el pulso, aumentaba la temperatura corporal... Pero, a medida que los segundos transcurrían, podía observar en él detalles diferentes: buscaba desesperadamente el frío de la pared y escupió... ¿chispas de fuego? ¿Eso habían visto mis ojos? Tal detalle consiguió tirar por tierra mis conjeturas anteriores.

Me asusté. El joven habló con dificultad, y me dio a elegir entre dos opciones: seguir conversando en un lugar más privado o continuar mi camino. Dados los hechos, la segunda opción era especialmente tentadora.

Guardé silencio durante unos instante que se hicieron eternos. «Podría matarlo —pensé—. Creo que voy a matarlo. Así no podrá contar nada». Aunque aquella me parecía una buena idea, no estaba segura de a quién me estaría enfrentando. Sin embargo, la opción de dejarlo allí y seguir con mis planes iniciales era aún más peligrosa. ¿Y si descubrían sus peculiaridades en la ciudad y lo condenaban? ¿Y si, al hacerlo hablar, me acusaba a mí o lo relacionaban de alguna forma conmigo?

Volví a respirar hondo y mostré la mejor de mis sonrisas, como si nada hubiera sucedido.

—Muy bien, desconocido. Iremos a un lugar apartado. Sígueme, pero asegúrate de hacerlo con discreción... —Lo miré de arriba abajo. Eso iba a ser complicado— y de mantenerte a una distancia prudente de mí. No conviene que nadie nos vea juntos. Hablaremos fuera de esta ciudad.

«Y así tendré tiempo para decidir qué hacer». Me giré, resuelta, y, sin detenerme para ver si me seguía, regresé a la avenida y anduve con elegancia hasta mi caballo, en el cual monté y salí al trote, a un ritmo lo suficientemente lento como para que el extraño no tuviera problemas para saber a dónde me dirigía.