El cardenal Marco regresó del Norte  con el rey, el príncipe y sus tropas norteñas dispuestos a unirse a nosotros y a sellar la alianza que necesitaba para salvaguardar el reino, el bienestar del Sur y la fe. Cuando me anunciaron su llegada, lo primero que hice fue darle las gracias a Dios, porque el éxito de la negociación arrancaba de raíz muchos de los posibles problemas que pudiéramos tener en nuestro conflicto con el Sur. Luego, esperé en el salón del trono a que se presentaran el cardenal, el rey y el príncipe, oficiando para ellos la mejor de las bienvenidas que se habían celebrado nunca en palacio. Se desplegaron estandartes con el escudo de nuestra casa, y se izaron las banderas en las torres más altas para que se vieran desde cualquier punto de Ereaten. Las mesas en el comedor se llenaron de manjares, y me hice acompañar por mis mejores guardias en el salón del trono; me vestí de rojo, dorado y blanco, colores de mi reino, y ceñí sobre mi cabeza la corona real, brillante e impoluta.

«El príncipe del Norte se llama Crescent. Crescent fon Wölfkrone», llevaba ya varias semanas pensando. Recordaba a aquel hombre norteño a quien había recogido y salvado en los bosques de Garnalia, y la forma en que se había ido sin despedirse de mí. ¿Y si fuera él? ¿Si hubiera tenido en mi palacio como un extraño al heredero del Norte? Aquel encuentro había coincidido con la desaparición del príncipe; no podía haber sido una simple casualidad. «Pero ¿qué haría él solo, perdido en los bosques de mi reino...?». No encontraba una respuesta válida, y, sin embargo, cuando aparecieron el cardenal Marco y los dos visitantes, lo reconocí de inmediato: ¡era él!, ¡era el mismo Crescent al que yo había conocido! Y él también debió reconocerme, porque cruzamos una larga mirada que hizo que se me encogiera el estómago.

—Os doy la bienvenida al reino de Ereaten, majestades —dije—. Eminencia.

Los tres me saludaron con las debidas reverencias. El príncipe y yo no intercambiamos palabra alguna sobre nuestro pasado encuentro, porque era tiempo de tratar asuntos de mayor importancia, pero, cuando solucionáramos lo que fuera preciso, quería tener una conversación con él en la que despejara las numerosas dudas que tenía sobre su persona.



Dada la urgencia del conflicto de Aleketh, la ocasión de entrevistarme en privado con el príncipe no llegó. En presencia de mis hombres de confianza, sellamos una alianza de palabra en la que el Norte accedía a unirse a nosotros para combatir al Sur, y acordamos, por el tiempo que requerían asuntos de tanta delicadeza, realizar los juramentos formales y los tratados cuando terminara la batalla. De esta manera, no vi ningún inconveniente en convocar la reunión cuanto antes, con el fin de detener a la impía princesa Dahienna antes de que siguiera extendiendo el pecado por sus tierras.

En el Despacho de Estrategia, nos reunimos el cardenal Marco, el rey Haakon, el príncipe Crescent, los principales generales de nuestras fuerzas —representantes de las grandes órdenes de la Inquisición— y yo, ataviada de nuevo con la reluciente corona que me delataba como soberana de Garnalia. El inquisidor Lacio Único, de la orden de San Yago, fue el último en llegar, y uno de los que, por lo escrito en su misiva, más curiosidad tenía por conocer; no en vano, era el único superviviente de la expedición de Alexa Legion Heart.

—Sed bienvenido a esta mesa y tomad asiento —saludé, y me dirigí a todos los demás—: Puesto que a nadie más esperamos, es hora dar comienzo a esta reunión.

Tomé aire, repasé las líneas del mapa y proseguí:

—Como bien sabéis, os he convocado para poner una solución al conflicto que se nos ha presentado en Aleketh, tras la afrenta de su princesa al hacer encarcelar a nuestro enviado a sus tierras, Su Eminencia el cardenal don Leriano de Lutaria. Hay claras pruebas de que Dahienna Al-Wareh es una bruja que ha obtenido su terrible poder pactando con el Diablo, y es mi voluntad destronarla y llevarla ante los tribunales de justicia, porque, en virtud de los acuerdos tomados por mi hermano en los tratados de Wölfkrone y Aleketh, yo soy la legítima reina de Garnalia, y de ninguna manera puedo permitir que el pueblo sureño sufra por el mal gobierno de una infiel guiada por el Demonio.

«En el Reino Élfico está la archimaga Aliwen; en Terravieja, el archimago Nerón...». Si Dahienna corría a refugiarse en algún lugar era evidente que elegiría el reino de Scepthé, pero, nuevamente, no podía transmitir a los presentes esta información. Cuando mencionó la independencia como condición para que aquel caudillo local nos ayudara, mi mirada viajó hasta Isabella, que no pudo evitar que se le notara en la expresión cuán poco le gustaba esa palabra. La independencia, para ella, conducía al infierno de la impiedad; para mí, en cambio, era el camino más seguro hacia la guerra, como ya se había demostrado en Zhanthé.

Después del general de San Yago, habló el de San Telmo, y, con cada palabra que salía de su boca, más aumentaba mi repulsión hacia él. Era el clásico inquisidor que acostumbra a fijarse como única obsesión erradicar todo tipo de magia o fenómeno sobrenatural, sin importar la culpabilidad o inocencia de las víctimas. Suerte que un hombre, muy anciano, se atrevió a enfrentarse al gigantesco criminal, echando por tierra su prestigio como comandante y avivando en él las brasas de la ira. Cuando me miró, me limité a asentir con la cabeza, y lo mismo hizo la reina.

Para calmar los ánimos entre los dos, el de san Yago sugirió que descansáramos, aunque la reunión acababa de comenzar y yo sabía, por experiencia, que todavía no se habían alcanzado los niveles máximos de tensión que surgen muy a menudo en la planificación de una estrategia.

—Sea. Tomemos un descanso —respondió Isabella.

Y yo agradecí que diera su permiso para interrumpir la reunión unos instantes, porque no podía dejar de sentirme incómodo entre los inquisidores. Me levanté de mi silla, y salí fuera. Mi padre decidió quedarse dentro, sin moverse de su silla; otros se retiraron a un lugar apartado de la sala; la reina se acercó al cardenal Marco para intercambiar palabras en voz muy baja. Yo fui el primero en abandonar la estancia, en parte por la razón dicha anteriormente y en parte por el calor que se concentraba en Ereaten, al que ya no estaba acostumbrado. Por tanto, terminé caminando hacia una ventana del pasillo y allí me decidí a disfrutar de la compañía del viento, del silencio y de la soledad hasta que se reanudara la reunión.

En la sala todos seguían debatiendo en pequeños grupos, pero, por suerte, Titus y Colón no habían continuado con su discusión. «Si mezcláramos la determinación y los buenos ideales de San Telmo con las buenas tácticas de San Yago...», pensaba mientras veía abrirse la puerta y entrar por ella al príncipe del Norte y al inquisidor Lacio Único. Una vez estuvieron dentro, no faltaba nadie en la sala, y Su Majestad dio la orden de que todos volvieran a tomar asiento en sus puestos, para dar comienzo a la reunión.

No me pasó desapercibido un detalle: el príncipe Crescent había entrado en la sala con una sonrisa fugaz pintada en los labios, lo que podía darme a entender que, en el pasillo, los dos habían llegado a algún tipo de acuerdo, o, como mínimo, se habían dado mutuamente una buena impresión. No podía decir que esto me gustara. Por pura conveniencia, teníamos sentados en nuestra mesa a dos impíos —el rey y el príncipe norteños— y, si simpatizaban con la orden de San Yago, ¿qué podía pensarse? El maestre Marcus Caesar había sido un buen estratega, pero no tan inflexible en su Fe como me habría gustado, y el hombre que ahora lo sustituía parecía seguir sus pasos. «Ha pasado demasiado tiempo encerrado entre magos... ¿Y si hubiera sido encantado?».

Suspiré y coloqué las manos sobre la mesa, y acaricié distraídamente mi anillo, analizando a cada uno de los generales con la mirada. Nuestra prioridad era en aquellos momentos procurar el éxito de la misión, pero, cuando todo terminara, habría muchos asuntos que resolver.

—En primer lugar —aclaró la reina, mirando a los demás con su porte siempre digno y majestuoso—, quiero aclarar que todos nosotros estamos aquí para forjar una alianza contra la infame Dahienna Al-Wareh, y no toleraré peleas entre nosotros ni competiciones por méritos o por poder. Somos aliados, y debemos centrarnos en el que es nuestro objetivo común.

«Somos aliados, sí, pero solo por ahora...». Se hizo un silencio. Miré con discreción al príncipe de los demoníacos ojos rojos. Luego, al inquisidor Titus el Grande.

—Regresando al tema en el que nos habíamos quedado, entiendo que no nos queda otra opción más que atacar Dineq. Si me dais vuestra palabra, inquisidor Lacio Único, de que el caudillo del que habláis es un hombre de bien, podemos llegar a un acuerdo con él para que colabore con nosotros en la derrota de Dahienna. Debemos, sin embargo, repartir nuestras fuerzas de la forma más sensata. En cuanto ataquemos Dineq, la princesa pondrá guardias en toda la ciudad. Vigilará cualquier movimiento. Es probable que prevea un ataque sorpresa por nuestra parte, por lo que no debemos subestimarla. Esa mujer ha vendido su alma al Demonio, y nada nos asegura que no escape de la ciudad desde que escuche las primeras noticias del conflicto que se acerca, pero debemos asegurar, al menos, nuestra victoria en la toma de Aleketh.

Las palabras de la reina eran siempre correctas, firmes y maravillosas. Siempre la contemplaba hablar —yo y otros tantos— con admiración y con asombro, porque jamás habría pensado nadie que una mujer tan joven pudiera traer a su reino en poco tiempo más glorias que su hermano en toda una vida. Pero lo estaba consiguiendo. Había sido bendecida por Dios al nacer con la hermosura, y al proclamarse reina con el don por el cual estaba capacitada para protegerse y luchar contra la magia.

—Secundo las palabras de Su Majestad —dije yo, interviniendo por primera vez en la conversación—: cuando el Diablo está presente, nada puede darse por hecho. Personalmente, pienso que la orden de San Yago y la orden de San Telmo deberían colaborar como colaboraron en Zhanthé, acompañados esta vez, además, por la orden de Santa Isabel.

No me fiaba de lo que podía suceder si San Yago atacaba la ciudad junto con el desconocido caudillo sureño, sin la supervisión de hombres de fe inquebrantable como Titus.

—Maestre Colón —pronuncié—. Recordad mis palabras: todos los que estamos sentados a esta mesa somos aliados, no enemigos.

Debido a la evidente tensión que se había establecido entre unas órdenes y otras, no estaba totalmente convencida de que la idea del cardenal fuera la mejor, pero, ciertamente, San Yago y San Telmo habían demostrado en los últimos tiempos ser las órdenes más fuertes, a pesar de lo sucedido en Parr. Mi derrota en el Lago, que era un acontecimiento en el que no me gustaba pensar, había mermado las fuerzas de otras órdenes que me acompañaron, si bien, por aquel entonces, contábamos con menos medios para combatir las artes diabólicas de los herejes.

Aceptaría la propuesta de Crescent y de Lacio Único: las fuerzas principales del Centro y el Norte, encabezadas por los reyes, atacaríamos Dineq, y San Telmo y San Yago, al cabo de un día, iniciarían la ofensiva sorpresa contra la capital. Las primeras noticias que llegarían a Dahienna serían sobre el movimiento de los troncos principales de las fuerzas reales, porque, como había dicho el inquisidor de San Yago, siempre habíamos atacado sin dividir nuestras fuerzas. Quizás, en la toma del Sur, era el momento de cambiar de estrategia. Pero habría que tomar ciertas precauciones.

—Seguiremos, pues, esta estrategia. Norte y Centro pondremos cerco a Dineq y rendiremos la plaza. Para efectuar con éxito este engaño tendremos que abandonar Ereaten en días diferentes, tomando rutas distintas. Poco han de saber los del Sur sobre la estructura interna de la Inquisición, pero nosotros, las fuerzas centrales, llevaremos los estandartes de San Telmo y San Yago para que crean que estas dos órdenes participan con nosotros en el asedio de Dineq.

Esta vez estaba totalmente segura de mi victoria. En los últimos meses había adquirido una gran experiencia en materias políticas y militares, y, de la derrota en la batalla del Lago, había extraído importantes enseñanzas que evitarían un nuevo fracaso de mis tropas.

—Una vez haya sido tomada la ciudad de Dineq, partiremos hacia la capital, donde me será entregado el trono del Sur. Negociaremos con el caudillo lo que sea pertinente negociar, pero el reino de Aleketh volverá a su condición de estado vasallo. Renovaremos las cláusulas del tratado con aquel a quien proclamemos nuevo gobernante, de forma que evitemos para siempre que se repita una situación como esta.