En los últimos meses, eran pocas mis horas de sueño, y aquella noche no iba a ser menos. Abandoné la biblioteca en cuanto se escondió el sol, y bajé, silenciosa como una sombra, por las escaleras de una escuela que cada día me parecía más helada. «Haré la ronda por el Valle, cerraré las puertas del jardín y trataré de dormir en paz». Era mi rutina diaria y, sin embargo, nunca podía cumplir plenamente la tercera parte.

La noche era muy fría. Mediante el hechizo de teletransporte, me fui desplazando por varios puntos del Valle de los Lobos, y no vi a nadie, ni escuché ningún sonido. Generalmente, mis aprendices habían aprendido que, cuando la luna se alza en el cielo, vale más estar arropado en la cama y bajo el techo de la Torre.

Pero no todos pensaban igual. Aparecí en otro punto del valle y escuché un susurro, y sentí una presencia que no me gustó en absoluto. No le resultaba difícil a un archimago distinguir la presencia de magia negra. «Y más a mí, que una vez conviví con ella». Entrecerré los ojos: un hombre de pelo plateado estaba abrazando a una joven que, por su túnica blanca, reconocí como aprendiza.

La imagen me pareció terrible, desagradable, e infinitamente molesta y dolorosa.

—Suéltala ahora mismo —dije, dando un paso hacia delante.

Llevaba la túnica dorada perfectamente lavada y ni mis ojos ni mi expresión admitían réplica alguna.

Cuando la elfa habló, recordé al instante su nombre: se llamaba Emmäsh y no llevaba mucho tiempo en la escuela. «¿Que él nunca te haría daño?», pensé. «Yo no estaría tan segura». Dos segundos me bastaron para entender lo que estaba sucediendo. Era evidente: la habría engañado regalándole los oídos, quién sabe con qué intenciones.

—¿Te parece poco delito practicar magia negra? —respondí, y luego me dirigí hacia la joven—: Emmäsh, aléjate de él y ven conmigo.

Estaba preparada para cualquier cosa. Si intentaba hacerle daño a mi aprendiza, no dudaría en atacarlo, y matarlo, si era necesario. Los dos se cogían de la mano, y aquel acto sugería que ella, seguramente, confiaba en él. No me sorprendía, pues la mentira parecía estar en la naturaleza de los fieles del Dios. «Y no me importa si es verdad, si realmente no tiene intención de atacar a nadie. Las relaciones con traidores no pueden traer sino desgracias».

—No me interesa quién sea tu enemigo. Lo único que me importa es que estás en el Valle de los Lobos, y estas son mis tierras y, por ende, las tierras de la Diosa. Esta es mi escuela. Y esta es mi aprendiza. Ningún traidor ha de pisar estas tierras, ni entrar en esta escuela, ni tocar a ninguno de mis aprendices.

Me preocupaba hasta qué punto la elfa habría depositado su confianza en el intruso. Cuanto más tiempo hubiera pasado con él, más difícil sería convencerla de que estaba ante un hombre que no podría traerle más que problemas.

El mago hablaba por puro desconocimiento de las circunstancias, pero, aún así, sus palabras me removieron las cenizas del corazón. Lo escuché en silencio, meditando cada una de las cosas que decía, y no hubo nada que hiciera brotar la ira en mí, pues había llegado a una etapa de mi vida en la que ya no me merecía la pena perder los nervios. Todo se decide mejor en la calma, y esa calma fue la que traté de mantener.

No me hacía falta entender los susurros: los propios gestos, la posición de los cuerpos y hasta el brillo de los ojos me daban todas las respuestas. Me eran terriblemente familiares. «Romance juvenil», deduje. Quizás era la edad, quizás la experiencia, pero los discursos de amor ya no me conmovían como podrían haberlo hecho en otros tiempos. «¿Acaso no creía yo también en lo imposible?».

Fuera por juventud o por ignorancia, el discurso del mago me pareció injusto. ¿Que yo no me preocupaba ni por mi escuela ni por mis alumnos? ¿Que estaba promoviendo el odio entre los demás? ¡Por todos los dioses! Había entregado toda mi vida a la Torre, desde el momento en que conocí la magia. «Háblame de prejuicios, de juzgar con suma arrogancia, el día que tengas que recoger con tus propias manos los trozos de las personas a las que has querido».

Como especialista de Tierra, bien sabía que poco puede hacer la razón contra las pasiones de la naturaleza, y más cuando el sentimiento nubla toda capacidad de raciocinio.

—Tal vez debería enumerarte todos los crímenes de la Necravia para mostrarte la generosa bondad de tu bando. Pero sería inútil. Ya debes conocerlos.

Me apenaba, en cierto modo (y si eran ciertas las palabras del mago oscuro), no haber estado presente en la Torre para impedir que sucediera lo que él aseguraba que había sucedido. Pero yo no sabía en qué momento había llegado a la escuela. Quizás fuera cuando me enfrenté al falso juicio del Concilio, o cuando fui llamada para testificar contra Felix Vonturin, o cuando ayudé a defender la Escuela del Lago de la Luna para evitar que la tomara la Inquisición. Pudo haber sido en cualquiera de esos momentos, ¿y podía eso considerarse que estaba eludiendo mis responsabilidades?

Era probable que estuviera en lo cierto. Hacía tiempo que ni mis esfuerzos ni mis sacrificios bastaban para mantener la seguridad y el orden en todos los lugares de los que era responsable.

—No tengo por qué darte explicaciones puesto que estás en una tierra que es mía y no cuentas con mi autorización para pisarla. —«Pero no quiero arriesgarme a iniciar un combate en el que Emmäsh podría posicionarse a favor de este hombre, y resultar por tanto herida»—. Aún así, te las daré, porque yo no disfruto con el derramamiento de sangre.

«Y no quiero ver más sangre en este valle». Lo que decía era cierto. No sería la primera vez que cometiera el error de perdonarle la vida a un mago oscuro. Así lo hice con Felix, y así fue libre para cometer toda clase de crímenes horribles. No obstante, también habían estado errados mis primeros juicios en el caso de otras traiciones.

—En primer lugar, aceptar al Dios por conveniencia es aceptar convivir con la Oscuridad, la destrucción, la muerte y la violencia por la pretensión egoísta de obtener el máximo beneficio. Cualquiera que crea firmemente en la justicia y en el bien, mantiene sus valores por encima de la propia vida. Bien, no te juzgaré por eso.

Me aparté el pelo del rostro. Tenía la vana esperanza de que la elfa entrara en razón.

—Obviando este aspecto, me disculpo si mi ausencia fue la causa de tu traición. Pero es una excusa pobre, puesto que no hay arrepentimiento en tus palabras. Defiendes la magia negra y, al hacerlo, defiendes lo que es indefendible. Salvo que tus valores hayan sido tan corrompidos como tu alma. Tampoco te juzgaré por eso.

»Mis exigencias, mago oscuro, son las leyes de la Magia, las leyes del Concilio, las leyes de la Diosa y las leyes de la Torre. Y, más que eso, son mis obligaciones para con mis alumnos. No tomes mis exigencias como un capricho. Tal como te quejas de que yo no estuviera para protegerte de quien te secuestró, un error que lamento, podría en el futuro, y con razón, quejarse Emmäsh de que no hubiera estado aquí para salvarla de la corrupción. Por suerte, estoy.

»Por supuesto que me atrevo a decirte que no puedes estar con ella, ni acercarte a esta tierra que es mía, como yo no pondría un pie en Aressher si mi intención no es atacar la escuela. Más que a decírtelo, me atrevo a ordenártelo. Cualquiera que estudie las raíces de la magia sabe cuáles son los efectos del poder que el Dios confiere. —El que verdaderamente traicionaba al Dios, tarde o temprano pagaba con sangre su osadía—. Y no promuevo el odio, sino la concordia y la seguridad de mi escuela. No hay concordia posible en un individuo que ha aceptado al Dios, pues un individuo puede ser descrito por los ideales que defiende.

Respiré hondo, hablando con calma y cierta resignación, casi como si estuviera reprendiendo a un niño en mi despacho. Me dirigí hacia la elfa, que era, realmente, la destinataria de mis palabras:

—Los tratos con siervos del Dios son considerados traición por las leyes del Concilio, y, si continúas con estas relaciones, es mi deber llevarte ante los tribunales de Ekhleer para que seas juzgada en consecuencia. Según la gravedad del caso, el castigo es la prisión o la muerte, y no es mi deseo que te veas envuelta en un proceso judicial de tal magnitud. —Le lancé una mirada fugaz al mago—: Quizás sea el tuyo.

»No voy a hacerlo, y no quiero verme obligada a tomar esa decisión. Esta es la realidad; yo no la he diseñado. Y,  si, mago oscuro, por algún casual tus palabras son sinceras, no arruines el futuro de esta mujer por tu voluntad, por tu interés o por tu capricho. La Diosa sabe reconocer la verdad en el corazón de todos, y si tu deseo de justicia es cierto y tu arrepentimiento es sincero, te concederá el perdón en el momento oportuno. Entonces, podrás pisar el Valle de los Lobos. Hasta ese momento, eres un enemigo en esta tierra.

Ni yo misma estaba segura de mis últimas palabras sobre la Diosa, pero debía parecerlo ante los que me escuchaban.

Era como hablarle a las paredes: para el efecto que iban a causar mis palabras, mejor habría sido que me las ahorrara. «Al menos se ha ido sin que tuviera que matarlo», me dije, a modo de consuelo. De nada servía discutir cuando la mente no entiende la postura del otro, o cuando una de las partes no ha estado nunca entre los hilos que forman el tejido de la política. El mago habló de los "verdaderos amigos de negros y rojos" y supuse que se refería a la Inquisición.

Suspiré. Hablaba como si nunca hubiéramos derrotado a la Inquisición en el Lago de la Luna, o como si Anaë'draýl hubiera aprobado siempre todos mis comportamientos —y yo los suyos—. No le dije nada más, y esperé pacientemente a que se fuera. Entonces Emmäsh, después de abrazarlo, sonrió y me miró, a punto de llorar, y pidió disculpas. «¿A quién pretendes engañar?». Sabía que lo iba a volver a ver tanto como sabía mi propio nombre. Tan solo esperaba que yo nunca volviera a ser testigo de esos encuentros y que, si se prolongaban demasiado, fueran ambos capaces de afrontar las consecuencias de sus decisiones.

—Lo siento si esto te causa dolor.

No estaba mintiendo. Cualquiera que tuviera sangre en las venas habría sentido, aunque fuera, cierta lástima por la muchacha. Sin embargo, no había peor cosa que pudiera hacer por su futuro que aprobar su comportamiento.

—Pero las leyes deben ser obedecidas. —«Injustas o no. La palabra, no la desobediencia, ha de dictar el cambio»—. Vivimos en un estado de guerra, y no podemos poner tantas vidas en riesgo innecesariamente permitiendo que caminen por el Valle magos oscuros o inquisidores.

Coloqué una mano sobre su hombro y la miré a los ojos. Eran azules, profundos, y oscuros como la boca de un lobo.

—Aceptaré tus disculpas cuando realmente lo sientas —continué, y mi voz era suave, sin ningún tono de reproche—. Piensa primero en la Diosa, en tu profesión, en tus estudios, en tus aspiraciones personales. Y, sobre todo, piensa primero en tus principios y en tus valores, antes de tomar cualquier decisión errónea. Las personas vienen y van, complacen y traicionan. Tal es el curso del río. Tus conocimientos y tus valores son las únicas cosas que se van a quedar contigo para siempre.

Retrocedí un paso y miré a mi alrededor, por si había algún otro peligro a la vista. Pero no vi ni escuché nada: todo estaba en silencio.

—Ahora vuelve a la Torre, y no salgas más al Valle de los Lobos cuando es de noche. Puede ser peligroso.